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IMPRESIONES CON CARLOS SORIA ANTES DE SU PARTIDA AL SHISHAPANGMA.

Centro de Alto Rendimiento Deportivo en Sierra Nevada, el día roza su fin. Se trata de una noche con poca luna a mediados de agosto, pero la temperatura no debe superar los quince grados, ya que nos encontramos cerca de los tres mil metros sobre el nivel del mar.

Casi todos los deportistas que alojados en el centro se han ido a dormir, los entrenamientos suelen comenzar con los primeros rayos de sol.

Oigo el batir de la puerta de entrada, doy por hecho que algún rezagado se retira a su habitación pero por si las moscas me asomo, y entonces veo dos figuras cogidas del brazo que se alejan calle abajo. Van en pantalón corto y forro polar fino, con esa indumentaria y por su estatura pienso que son dos jóvenes en busca de la intimidad propia de la noche cerrada, pero son Carlos Soria y Cristina, su eterna compañera.

Han decidido salir a despedir el sol, a saludar a las estrellas y de paso, ver si cae alguna en trayectoria fugaz sobre sus cabezas para seguir deseando, quién sabe qué, pero seguro que por mucho tiempo.

Me siento como una hija protectora preocupada por si pasarán frío o verán bien a la vuelta. Entonces río para mis adentros y recuerdo que esas piernas delgadas y torcidas, en un futuro muy próximo llegarán más alto de lo que nunca estaremos la mayoría de los mortales.

Carlos ha venido a preparar su próxima expedición a una montaña de ocho mil metros, el Shishapangma, en el Himalaya tibetano. Acaba de someterse a una operación de menisco en la rodilla y además de luchar contra el reloj, también lo hace contra las dudas.

Es complicado tomar decisiones cuando la carcasa decide no proteger al disco duro, pero a medida que pasan los días descubro lo excepcional que hay en éste hombre de cuerpo pequeño y manos inmensas.

La verdadera fuerza que mueve toda su maquinaria, no depende exclusivamente del extraordinario estado físico resultante de alguien que lleva más de cincuenta años ejercitándolo en las montañas, o a la disciplina con que lo hace.  Entonces, ¿de dónde proviene toda esa energía?

Es complicado acertar con la definición, pero una vez que se entiende es tan sencillo y natural como ver a un chiquillo jugar incansable durante horas. Todo el mundo acepta que es feliz haciéndolo y, por ello, que en ese momento no existe nada más. Que poco tiene que ver el paso del tiempo mientras pueda seguir disfrutando, y que si además tiene la suerte de ser comprendido y de poder compartirlo, la vida entera se convertirá en puro juego.

Pero como en todo, hay reglas y condiciones.

Está preocupado por los efectos que pueda causar el estado de su rodilla en el desarrollo de la expedición. Aun así, se niega a abandonar sin haberlo intentado hasta el final. Sesión de piscina con lastre, musculación, ejercicios de propiocepción, elíptica, bici, sesión de fisioterapia y hielo, hielo y más hielo.

Con tanto ajetreo me contengo por asediarlo a preguntas, y al final las respuestas van llegando solas gracias a los ratos transcurridos por el simple placer de compartir lo que nos gusta.

Una de esas veces me pilla sentada en la recepción con el trabajo habitual de las mañanas por delante, pero cuando lo veo aparecer con el ordenador bajo el brazo y los ojos más abiertos de lo habitual, sé que todo lo demás puede esperar.

Mientras busca entre los cientos de archivos de vídeo y fotografía, se suceden ante mi vista montañas, perfiles, cimas, atardeceres, aludes, rostros… ya no sé dónde mirar, ni tampoco me da tiempo a verlo todo. Se me pasa por la cabeza que siempre me queda la opción de hacer una copia de la llave de su habitación, y tomar “prestado” su ordenador mientras duerme para pasar toda la noche viajando a través de todas aquellas imágenes. Sin embargo, descubro que el verdadero viaje se hace escuchando a Carlos revivirlo como si estuviera sucediendo en ese mismo instante.

Su pasado no lo cuenta con nostalgia, muy al contrario, es droga pura para el espíritu, revitalizándolo al instante.

No hay imagen o historia que no vaya encabezada por algún nombre y apellido; los compañeros de cordada son parte esencial de una aventura. Puedes subir veinte veces la misma montaña que cada una será irrepetible, porque ni las personas ni la experiencia con la que se viven son iguales.

Pasaron 37 años desde su primer intento al Manaslu hasta que consiguió ascenderlo hace tan solo cuatro, con 71 años de edad. Mientras lo relata,  proyecta en la pantalla fotos que de forma paralela muestran los mismos lugares pero casi cuatro décadas después. Nadie diría que es la misma montaña, pero tampoco que ha cambiado mucho en esa persona salvo la vestimenta.

Ahora sus ojos verdes se iluminan con una especie de picardía inusual, como el que trama una fechoría y espera que lo cacen en plena faena para experimentar el subidón de adrenalina mientras huye perseguido. Comienza un vídeo, las formas de la roca y su textura delatan en seguida el lugar, se trata de “La Pedriza” en un día extremadamente claro y brillante. Pronto se ve a Carlos escalando por una vía vertical que comienza en fisura, se intuye un paso delicado que afronta con decisión (no cabe duda que está en su ambiente) para dar paso a una placa con buenas presas de pies y manos por las que progresa rápido y sin titubeos a lo largo de los 120 metros de pared que asciende sin cuerda.

No quiero perderme ni un segundo del vídeo, pero la expresión de Carlos mientras lo ve y me lo cuenta, no tiene precio.

Ni la más extensa de las entrevistas me habría llevado a comprender todo  lo que es capaz de transmitir en ese momento su estado de ánimo. Tal es el contagio, que río y me siento invadir por un flujo de energía enorme.

En vez de hablar de la dificultad que entraña, me anima a que vayamos algún día a repetirla. “Escalar sin cuerda es lo más bello que se puede realizar en una pared…” y “después continuaremos subiendo toda la arista y daremos la vuelta completa a la peña porque ¡es una actividad fantástica!”

No sé cuántas veces la habrá hecho, pero estoy segura que si voy con él, la vivirá con el mismo entusiasmo que la primera vez…

Ahora sé por qué sube a los ocho miles dejando tanta gente fuerte atrás, porque lo hace con verdadera pasión; y no intento hacer apología de la motivación o mostrar al mundo la prueba irrefutable del poder insondable de la voluntad. Es más sencillo que todo eso, es volver a nuestros instintos olvidados.

Son las 6:30 de la mañana. La puerta se abre nuevamente. Es Carlos, esta vez va solo, camino del Pico del Veleta. Casi novecientos metros de desnivel en la oscuridad, para ver amanecer.

 

 

Texto y Fotos: Pipi Cardell

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